Thursday, April 15, 2010

El vestido de flores


Me puse el vestido de flores. Ya los Converse y los jeans rotos desteñidos habían emigrado –momentáneamente– a tierras lejanas, informales y de mucho caminar. Me puse el vestido de flores, y me sentía como una niña disfrazada de Audrey Hepburn, una sensación de belleza clásica sin duda muy peculiar.

Me puse el vestido de flores y desde el espejo, una joven coqueta, femenina y sofisticada me sonreía sin clemencia. Quería agradarme. Quería que me quedara con ella. En mi mente se dibujaba el leit motiv de aquel atuendo, sorpresa de agrado en sus rostros, y una sensación de aceptación genuina de parte de la más pequeña.

Me puse el vestido de flores, y aunque nada de esto hubiese pasado, si por ejemplo, después de esa cena en la playa, tus labios no hubiesen dado forma a esas palabras, en el fondo, yo quería tener un motivo para ponerme el vestido de flores. Porque lindo, como sabrás, tus palabras, o mejor dicho tu intención, me hizo sentir halagada. Después de escuchar tanto de ellos y saber lo especial que son en tu vida, sentía una mezcla de emoción con temor y añoranza por conocerlos.

Ese día llegué a mi casa y busqué en el closet el vestido de flores. Me lo había comprado hace un par de años –cuando lucía tres punto cinco kilos menos–en aquella boutique del Tamanaco, porque sabía que en algún momento de mi vida alguna fecha especial vendría, brindándome una oportunidad para lucirlo y demostrarle al mundo que yo también podía ser femenina, si quisiera, porque la madera estaba ahí, tejida entre mi piel. Escondida y camuflajeada por los converse y los jeans rotos que habían ganado la conquista de mi atuendo diario, porque sin duda iban más con mi personalidad bohemia, mi afán por sentirme cómoda y mi mala costumbre de sentarme en el piso a esperar, porque parada me canso muy rápido.

Así que me puse el vestido de flores, después de dos meses de dieta y una rutina diaria de bíceps, tríceps, cardio, entre otros ejercicios cuyas etiquetas aún desconozco, porque quererte a ti era también querer estar bella para ti, saludable para ti, flaquita para ti, y en forma para lucir con glamour aquel vestido de flores. Durante esos meses tu nunca sospechaste cuál era mi motivación, lindo, y aunque me decías que me amabas así, gordita como estaba, nada me hacía más feliz que trabajar para quitarme esos tres punto cinco kilos de más, para que vieras que yo también podía ser una flaquita linda, y más cuando me vieras con el vestido de flores.

Finalmente llegó el día, la ocasión para ponerme el vestido de flores. Tras deslizarse el cierre rápidamente por el eje cardinal sur – norte de mi espalda, una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro: ahí estaba la primera prueba de que tanta dieta y gimnasio habían valido la pena. No quise enmascararme el rostro de maquillaje, ni alisarme el cabello, ahí lo atípico era el vestido de flores, lo demás era yo, la Sofía de siempre, de quien te enamoraste: con cabello ligeramente ondulado, labios pomposos y rosados, pestañas cortas, nariz afilada, uñas intactas y la misma personalidad de siempre, llevada por las mismas pasiones. Tú, el arte y la literatura.

Luego vino la segunda prueba. Tu cara al verme con el vestido de flores. Tus ojos redondos y brillantes, tu sonrisa de asombro, tus labios despegados infinitamente ante tal sorpresa, tus manos congeladas con temor a tocarme y dañar aquél vestido de flores que sin duda dejaría una gran impresión, según lo que me contabas en el carro, emocionado y yo nerviosa porque ya en pocos minutos sabríamos si tal vestido haría me quisiesen, así sea un poquito, para estar a tu lado, en los buenos y malos momentos.

Me puse el vestido de flores y creo que no me arrepiento. Salí triunfante de la tercera prueba y en efecto, me amaron, sí, en el momento. Luego les vino la sorpresa, cuando un día, pocos meses después, inesperadamente me vieron, de jeans rotos y converse y no entendieron, quién era yo y qué había pasado con la delicada niña del vestido de flores…

Tuesday, April 13, 2010

Tonic for the Vodka soul

His name was Jake. He reached the bar wearing spiderwebs over his eyes, and a deep wrinkle in his forehead. Everything about him smelled like defeat and as I looked at him through the glasses, empty bottles and lonely hearts, I could tell he was having a day from hell. Two of my regulars were in that night. And drinking like there was no tomorrow. I felt bad for Mr. newbie, who was still clearly sober. He just sat there looking like a lost penny. With my 'this is nothing, I've seen worse' expression in my face, I stared into his eyes while I asked 'What would you like tonight?', in my attempt to find out with what it was he wanted to drown his sorrows in. 'Anything. Give me anything to stop the pain'. As these words escaped his mouth, I knew I needed more information to prepare the remedy. 'Only if you tell me where it hurts and who is resposible for the pain', I sentenced. He gave me a tiny smile, that made happy I was there that night and after much hesitation, Mr. Newbie started telling me about the agony hidden in his scars...

Her name was Rachel. She was perfect: smart, pretty, nice, good person.... We met when I went to visit the Grand Canyon. She was there, by herself, had driven eight hours from San Diego just to look at the inmensity of the Canyon. I was there by myself too, and everything just fell right into place. Her smile, my eyes, it was like we were built for each other, you know? Have you ever had that feeling you've known that person from long before you actually saw her for the first time? Anyway. We clicked. And talked. And kissed. It was like being in a friggin' movie. Just perfect.

'But...' I couldn't help but say.

But -he continued- when the trip was over, she said she wanted to come with me to New York. I invited her to trust her instincts and come, and so she did. Two weeks after she moved in, walking back home from work I take a glimpse of this beautiful woman on a bar. I could only see her back. It looked familiar. I see this person talking closely to a man, who's whispering something in her ear, and seconds later, kissing her neck. Something in my gut told me to keep staring. Something was wrong. She kissed him back. I went inside the bar. Walked past the man. Turned around. It was her. And here I am.

I tried not to give him the "pity look". Even though inside I wanted to hold him like a little boy and tell him the typical"everything is gonna be alright. There are plenty of fish in the sea". For some reason, though I've listened to hundreds of sad stories, I never get used to them and always feel bad for my customers. My friends. So I didn't give him the "pity look". Instead, I poured the remedy -vodka, tonic, and lime- inside a frosted glass. And told him the truth.

'Drink up, buttercup. It's the only thing that will get you through'.

Friday, April 9, 2010

Fabricando memorias

Fabiana se despierta a las seis, el primero del año. Solitaria se pasea por su cuarto rosado, paredes forradas de animalitos celestes que traviesos se ríen de ella, ya de ocho años y todavía invadida de barbies y una infinidad de peluches de colores pasteles que tanto aborrece. A principios de diciembre se había prometido a si misma soportar su cuarto infantil un tiempo más si el niño Jesús se portaba bien y le regalaba aquella cámara fotográfica que tanto quería. 

Una diminuta sonrisa se dibuja en su rostro, haciendo hincapié en los bordes de sus labios, al recordar esa mañana de siete días atrás, en que fue sorprendida por una caja de zapatos forrada de papel periódico, que abrazaba una cámara clásica. ¿Nueva? ¿Usada? ¿Antigua? Eso poco le podía importar. Era de ella. Y era una cámara. Agradecida besó el bebé del nacimiento que adornaba el nicho de la entrada de su casa y corriendo fue a mostrarle a su papá el grandioso regalo que le había obsequiado el niño Jesús. Su papá, con una sonrisa de satisfacción personal entre diente y diente la felicitó. "ya sabes, mi amor, cuídala mucho, seguro le costó una pequeña fortuna".

Desorientada por el comentario de su padre (siempre pensó que el niño Jesús tenía privilegios gratuitos en el mundo entero) se regresó a su habitación a experimentar con su nuevo juguete. Encontró un rollo en la caja de zapatos, acompañado de una pequeña nota "Princesita, te regalo junto con la cámara un rollo fotográfico de 24 fotos. Adminístrala bien, son dos al mes. La próxima navidad te traigo dos rollos si te portas bien." Cerró los ojos. Intentó recordar cómo era que hacían en las comiquitas, y ayudada por su intuición y el ensayo y error, logró introducir la cinta en la cámara. Sigilosa observaba a su alrededor. Sin duda alguna que en esa habitación no había nada bueno que fotografear, sólo pruebas de que era, en efecto, todavía una niña. Ya la lucha contra el tiempo se estaba haciendo pesada, no importaba cuanto lo intentase, nunca iba poder alcanzar a su hermana, Clara, que en ese momento se encontraba en la cumbre de la adolescencia, a sus 16 años de edad.

Ahora, con su cámara en mano, Fabiana tenía una sóla ilusión: viajar por el mundo fotografiando aquellos lugares magníficos y todas las personas posibles, personas que de seguro tenían una vida más interesante que la de ella. O por lo menos más bonita.

En el momento se encontraban veraniando en su casa de la playa, en Punta del Este, en mes y medio se regresarían a Montevideo. Era una pequeña fantasía dentro de un mundo lleno de tristeza. La casa era una pequeña cabaña que su papá había comprado poco tiempo después de que muriera su esposa y madre de sus hijos años atrás, cuando Fabiana era todavía una bebé. Necesitaba un lugar que no estuviese impregnado en ella para poder superar la pérdida. Y también era una distracción para sus hijas, sobre todo para Clara que en ese momento tenía siete años y el corazón destruido.

Esa última semana del año pasó rápidamente mientras Fabiana observaba cada detalle que la rodeaba, en su cuarto infantil, en la cabaña agrietada, en el cuarto abandonado de su padre, en la habitación húmeda y traviesa de su hermana adolescente. Se abrieron clósets, latas, puertas que chillaban con el crujido de la madera y terrazas que absorbían el sol y la salitre para recordarle que no estaba en cualquier lugar, ella se encontraba en la playa. Observaba todo. Quería ver algo magistral. Y cuando pillara esa hermosa figura, persona, objeto, o momento, ese iba ser el intante del click. Mientras tanto se encontraba en una búsqueda perpetua de conseguir la perfección. Hasta ese primero de enero.


Su papá tenía un plan de pesca en la madrugada con sus mejores amigos que se quedaban unas casas atrás. Advirtió que no regresaría hasta las cuatro de la tarde e instruyó a Clara que cuidase de su hermanita y que le diera de almuerzo. Pero Clara, adolescente al fin, no desperdició la oportunidad para estar a solas con su novio, con quien se encuartó desde que su papá desapareció de la vista. 

Luego de escribir una pequeña nota sobre su cama, diciendo, "estoy bien, me fui con papá", entre temerosa y emocionada, Fabiana salió por el patio frontal de la cabaña para la playa. Eran las 6 am. El sol apenas anunciaba su llegada alumbrando el cielo mientras dejaba una estela fucchsia y naranja. en su andar. En sus manos tenía una carterita tejida de mamá que su papá le regaló un diciembre anterior y adentro la cámara. Este era el momento que quería capturar para el resto de su vida. Su primera escapada. La sensación de libertad así sea coartada y la adrenalina que sentía por miedo a que alguien la reconociera y le llamara la atención. Sacó la camarita. Disparó la fotografía luego de varios segundos enfocando e intentando entender cómo un aparatito así podía captar el cielo, algo que  era completamente intangible para ella. Maravilloso, pensó. Esta cámara puede hacer de lo imposible lo posible." Voy a fabricar mis recuerdos", sentenció.

Siguió caminando por la orilla del mar. No había casi nadie en la playa, nunca la había presenciado tan solitaria. En el horizonte veía los peñeros. Todos practicamente uno encima del otro buscando lo mismo, lo mismo que esa tarde probablemente iba a almorzar. Con su papá a la distancia, sin saber si era él, sin saber a quiénes estaba captando, Fabiana volvió a sacar su cámara de la cartera. Sabía que en ese instante su papá estaba feliz, pasándola muy buen con sus dos amigos. Toda su vida le tocó vivir sin conocer a su propia madre y con un papá deprimido y nostálgico de ver a su hija y no poder compartirla con su creadora. Ahora por fin hacía planes con sus amigos e invertía tiempo con ella para amapucharla y acompañarla siempre. Esa sonrisa, esa del papá a la distancia, a pesar de que no sabia si realmente era él, era una memoria que quería fabricar. Disparó una última fotografía.

Tres para las cinco


 Recuerdo el olor a tarde achocolatada como si todavía estuviese ahí. Debí haber tardado una eternidad cubriéndome con el sueter, la bufanda y la chaqueta, mientras mis amigos esperaban impacientes: "¡apúrate Ani!, ¡ya son tres para las cinco!". 

Corrimos por esas escaleras como si no hubiese mañana y entusiastas salimos a la calle para atravesar el Boston Common seguido por el Windy Corner mientras nos deslizábamos por las aceras cubiertas de nieve como expertos que éramos ya, evitando caídas resbalosas y pichaques de barro. 

En el trayecto, numerosos carteles coloridos del distrito teatral de Boston nos saludaban ansiosos invitándonos a observar aquellos shows, por supuesto, luego de pagar una pequeña fortuna. Nosotros los veíamos con envidia, queríamos formar parte de ellos, pero estudiantes que éramos y con un presupuesto acortado, seguimos corriendo para el Double Tree.

Ahí vivía Tomo. Nuestro gran amigo japonés a quién la universidad ubicó en el hotel por falta de cuartos en los dormitorios internos. Él nos esperaba en el Lobby.

Sonrientes hicimos nuestra entrada triunfal a las cinco y cinco, como si fuésemos partícipes de alguna de esas películas pavosas con horas repetidas donde ocurren cualquier cantidad de cosas. Ellas estaban ahí: redondas, doradas, esponjosas y a la vez crujientes, con pequeños lunares esparcidos por toda su piel. A su lado una elegante porcelana despedía un cálido humo que siluetaba mi nombre, o al menos eso observé en mi imaginación.

Era el lugar, el momento, y la sustancia que llenaba nuestros seres de un dulce casero, casi como el de la nana o mamá, aquellos consentimientos que no apreciamos lo suficiente hasta que huimos de nuestro país, nuestro hogar. Nuestra comidita casera.
El té nos calentaba los huesos de inmigrantes tropicales mientras las galletas nos alimentaban de amor, llenando nuestros bolsillos del dinero que no tuvimos que gastar gracias a la generosidad del Double Tree.

Juntos reíamos de nuestro abuso y de cómo lo íbamos a seguir haciendo mientras fuésemos extranjeros, estudiantes, y seres que viven en la ciudad de Boston, sin ningún remordimiento. Tomo disfrutaba de nuestra compañía, aunque sus mejillas rosadas lo delataban un poco sonrojado con las miradas insinuantes de otros habitantes del hotel, que como él, viven entre cuatro paredes frívolas e inmodificables pero contentos, igual, por la inigualable merienda de chocolatechip cookies a tres para las cinco...

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