III.
Una mañana de agosto, Natalia abrió sus ojos y me acarició el pecho. “Vámonos de aquí, quiero ver un Tepuy”. Yo, mitad dormido, pensé que estaba soñando. Las palabras que acababa de escuchar no tenían mucho sentido para ser algo verdadero. Y sin embargo, lo eran. Eran las palabras que daban forma a uno de sus tantos antojos. Quería conocer los tepúes, a más de 20 horas de la ciudad capital y yo, al darme cuenta de su seriedad, me desperté y casi inmediatamente empezamos a empacar. Tenía que trabajar el día siguiente, pero eso poco importó. Reuniones con clientes importantes se cancelaron mientras nos besamos apasionadamente una última vez antes de partir en nuestra primera gran aventura.
Tal era nuestra ingenuidad que no llevábamos carpa. Ni cava. Ni cobijas. Ni cámaras. Sólo un par de traje baños, un suéter y una toalla. Salimos en mi camioneta, una Caribe del 87, y la escuché hablar sin parar casi todo el trayecto. Empezó hablándome sobre su infancia, recuerdos remotos de su abuela que echaba los mejores cuentos que ella había escuchado en su vida. Varias veces intentó contarme estas anécdotas pero a la mitad se rendía y se justificaba diciendo que nunca serían iguales y que tan sólo intentarlo era un crimen. Se arrepentía de no haberlas escrito una por una cuando pasaban las tardes hablando y compartiendo historias.
Eventualmente se quedaba dormida por ratos y yo me entristecía con el silencio absoluto que inundaba el carro. Pensaba en todas las cosas que me había contado y en lo extenuante que debería ser hablar tantas horas seguidas. No entendía cómo no estaba ronca o afónica de tanto hablar. Manejé corrido a La Gran Sabana. Cómo no tenía ni mapas, ni gps, ni experiencia en esto nos perdimos un par de veces en el camino. Sorprendentemente todos los caminos llevan a Roma y unos cruces eran suficientes para encaminarnos en la dirección correcta.
Llegamos después de casi 25 horas manejando. Yo estaba exhausto, Natalia no tanto. Eran las tres y cuarenta de la madrugada y ahí, en lo que en la oscuridad parecía un abismo absoluto presenciamos el cielo más estrellado que jamás habíamos visto. Natalia salió del carro, corrió hacia la inmensidad, regresó y lanzó una toalla sobre la grama (o tierra? Ni se). Sólo sé que nos echamos boca arriba y nos amamos hasta que el sol salió y reveló un paisaje sencillamente indescriptible y la sinfonía de animales (de los cuales prefiero no pensar) nos reveló la naturaleza de la sabana que nos envolvía con pasión y consentimiento.
Su próximo antojo era el de subir el Roraima. De casualidad y teníamos los zapatos adecuados para dicha excursión pero optamos por pasar por Santa Elena de Uairén primero a equiparnos mejor con comida, carpa, suéteres y demás utensilios. Para Natalia, nada de esto hacía falta, y sin ánimos de quitarle el romance a nuestra escapada logré convencerla de la gran falta que no harían una vez en la cima del Roraima.
Acompañados por un par de pemones que cargaban con todo nuestro equipamiento, subimos el Roraima sin más entrenamiento que el amor que sentíamos uno por el otro. Ingenuos los dos, desconocíamos que la duración del trayecto para ameteurs era de 4 a 6 días, dependiendo del ritmo de escalada. Pero este pequeño obstáculo no nos impidió que disfrutáramos de semejante experiencia, y a pesar de que sabía que seguramente me estaba metiendo en problemas en la firma donde trabajaba, eso tampoco importó.
Explicarle a Natalia que ella era tan única como aquellas especies de flores y fauna que sólo existen en el Roraima era casi tan imposible como hacerle entender a un bebé cómo había llegado a este mundo. Su incapacidad para apreciarse a sí misma la hacía humilde y vulnerable ante la naturaleza y esto resaltaba mi necesidad de amarla y protegerla sin precedentes.
Al llegar a Caracas perdí mi trabajo pero gané una experiencia inolvidable. Aprendí que actuar impulsivamente no siempre lleva a las mejores consecuencias pero ¡qué tremenda energía la que te brinda! Natalia se sentía mal por mí, lloraba y me pedía perdón cada media hora. Esto fue probablemente lo único que lamenté y sin embargo, ni que pudiera ir atrás en el tiempo cambiaría esta experiencia que tuve a su lado. Había vivido sin duda la mejor de las aventuras.
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