El cielo estaba infinitamente gris ese día. Un vaso empañado sobre la mesa, una serie de servilletas dejadas allí sin usar y un playlist que parecía repetir siempre la misma canción sonaba de fondo, desde las pequeñas cornetas que dejó en mi casa por equivocación. Recordé muchas cosas, peleas inútiles, sonrisas falsas y su mirada enternecida cada vez que me veía cantar de felicidad. Miro al suelo. Ya nada es cómo era antes. El tiempo pasa inequivocadamente trazando piruetas en su andar, burlándose de sí mismo y de todo lo que se lleva con él. Intento reconstruir las piezas, como si fueran de rompecabezas. En algún lado deben encajar. El teléfono hace mucho que dejó de sonar y la soledad hoy no entiende de literatura. Agarro un bolígrafo y empiezo a escribir.
II. El disfraz
En mi adolescencia, repetidas veces me encerraba en el baño a maquillarme los ojos. Lo hacía esos días aburridos en los que la televisión no tenía nada bueno que ofrecerme y yo no tenía absolutamente nada mejor que hacer. Era pues, una distracción. Agarraba el lápiz negro de mi mamá y me delineaba lentamente los bordes externos de mis ojos. Quería que se vieran más grandes e interesantes, como los de Cleopatra. Usaba tanto rimel, que a menudo llegaba la hora en la que me veía al espejo y en el reflejo sólo existía para no reconocerme. Con él nunca me maquillaba los ojos. Solo usaba un blush fucsia sobre los pómulos y chapstick para hidratar mis labios secos y dejar huella de mis besos. El último día que lo ví mis ojos deseaban ser los de Cleopatra. Negros y grandes para no reconocer lo que tenía frente a mí. El contexto lo es todo, recordé. El contexto lo es todo.
III. El momento
Una mañana de verano, hace seis años, me provocó patinar en el parque central de la ciudad. Era uno de esos días en que el buen humor trazaba una sonrisa en mi rostro. En mis oídos: los audífonos que daban vida a las canciones predestinadas a hacerme feliz. Patinaba por las calles sin miedo a tropezarme con nadie, estaba sola y así recuerdo – con mucha precisión- que quería estarlo. No entendía de razones para dormir 12 horas al día o dejar el teléfono escondido en una gaveta de mi cuarto. Ninguna de estas costumbres extrañas que he adoptado con los años parecían tener ningún sentido en ese entonces. Hacía calor, la humedad en el aire me alborotaba los cabellos que tenía amarrados en una cola de caballo bien ajustada en la parte superior de la nuca. Me paré por un segundo a comprar una limonada en uno de los tantas paradas del parque. Ahí fue que sentí el primer clic de muchos que le siguieron. El clic, es el mismo sonido que hace la cámara cando dispara una fotografía. El propietario era él, en ese entonces un perfecto extraño con una tarea de fotografía pendiente para la universidad. El primero de muchos momentos felices por venir, que vienen sin previo aviso e igualmente se van sin la primera advertencia.