Sunday, December 2, 2018

New England on My Mind

En Nueva Inglaterra pasé varios veranos cuando era pequeña. La pasaba con mi papá, su esposa, mi hermano y mi hermanastro en un pequeño pueblo en las afueras de Boston. Estando allí jamás te podrías imaginar que había una ciudad con rascacielos y muchos estudiantes a media hora de allí. La verdad, muy escasas veces íbamos a la ciudad. Creo que realmente el plan del verano era escapar del caos de Caracas. 

Cuando pienso en esos tiempos en los que tendría cinco, quizá seis años, recuerdo con cierta melancolía la luz de aquel lugar. La tenue luz que se colaba entre la infinidad de pinos en cualquier momento del año. Una luz que por micro-segundos podía encandilar, tan rápido que no hacía falta esquivarla. Destellos de luz que de a momentos te recordaban del mundo exterior. 

Recuerdo, también, las horas que pasábamos escogiendo moras en la vía principal: el agrio sabor de la fruta y la discrepante mancha fucsia que dejaba en mis manos resbalosas en contraste con su color negro en el exterior.  Recuerdo el pegoste que recubría mi piel mientras nos paseábamos por el costado de la avenida a 30 grados Centígrados.

La agradable brisa caliente que sentía en mi rostro cada vez que me paseaba en bici por la vía principal es otro de los recuerdos que guardo. El bosque que estaba entre la Ruta 30 y la casa de mi papá a veces re-aparece en mis sueños. Pocos espacios me han parecido tan aterradores y encantadores al mismo tiempo. Entre los pinos me perdía hasta llegar a un lago que tenía a un costado un carro abandonado y una mesa de picnic.  Allí me sentaba a escribir. Cuando me viene este recuerdo también me invade una curiosidad por saber qué escribía en ese momento. ¿La historia detrás del carro abandonado quizá?  Lo que no daría por pasearme entre esas páginas de nuevo...

No era otoño, no podía serlo pues siempre pasaba los veranos allí. Sin embargo recuerdo perfectamente el crujir de las hojas al pasar. El suelo del bosque estaba completamente cubierto de ellas. Nunca entendí realmente de dónde venían porque el bosque estaba invadido de pinos. Altos, muy altos y muy cercanos unos de otros. Tan altos que a mi corta edad de cinco años nunca podía apreciar el tope. Las hojas, anaranjadas, oxidadas y secas, siempre estaban allí, muy presentes debajo de mis pies. 

El tiempo se detenía en aquel lugar donde pasábamos la mayor parte del tiempo en contacto con la naturaleza. Cuando no estábamos afuera, estábamos en la casa muy probablemente en cocina, comiendo alguna de las tres comidas o ayudando a poner /recoger la mesa. La recuerdo cubierta por completo de un papel tapiz blanco con flores azules y rosadas. A veces estábamos en el cuarto de mis hermanos, que sin falta tenían prendida la tele con el VHS de QUEEN. La tele mostraba videos y escenas que a mis cinco años me perturbaban bastante, debo admitirlo, sin embargo siempre me quedaba allí con ellos, hipnotizada viendo a Freddy Mercury vestido de mujer cantando I want to Break Free

Friday, November 30, 2018

La carrera contra el tiempo


Yo tengo una teoría. A los veinticinco años y un día, el tiempo empieza a transcurrir más rápido. Llámese sudor, trabajo, redes sociales, ganarse un sueldo, escalar posiciones en el mundo corporativo, lavar la ropa, limpiar el baño, cocinar, pagar las cuentas, llegar a esa reunión, responder los Whatsapps de las amigas, de los clientes, de la familia. Todo empieza a abrumar y cada vez ese concepto que conocíamos como "Tiempo libre" se va haciendo más y más foráneo. Más y más extinto.Y es que, si lo piensan de verdad, el tiempo libre dejó de existir desde el día en que nos abrimos una cuenta de Instagram y nos compramos el primer smartphone. 

Hace un año tuve mi momento "ahá" y empecé a hacer cambios en mi vida. A meditar. (O por lo menos intentarlo), a bajar el ritmo de intensidad de las cosas, a despertarme más temprano,  a contemplar el amanecer (cuando no me gana el sueño, o la flojera).  Estar más consciente del presente, sin importar si estaba mandando emails, diseñando posts, escribiendo copy, lavando ropa, cocinando, durmiendo siesta, o en el whatsapp con mis amigas. Se supone que el sólo estar consciente del momento que estás viviendo, hace que poco a poco ese sentir de que la semana voló sin darte cuenta, vaya cambiando, vaya disminuyendo. De ahí creo yo viene todo el boom que hay del "mindfulness". Si estamos conscientes del momento, y nos preocupamos por saborearlo, disfrutarlo y estar presentes, nuestra vida va cobrando un significado más grande para nosotros mismos. 

Se supone que es verdad. Pero más veces de las que me gustaría admitirlo, mi saco de ropa sucia se empieza a desbordar y cuando saco la ropa de la cesta, la divido y cuento la ropa interior, me doy cuenta que pasaron ya quince días o descisiete días desde la última vez que lavé ropa. Y siempre, siempre siento que fue hace menos de una semana. Y me siento estafada. No sé por quién o por qué, pero es así, me siento estafada.  

Aún cuando el tiempo libre, sigue sin existir. Me doy cuenta de que realmente lo que nos queda es decidir. Decidir en qué invertimos nuestras horas. Decidir cuántas veces vamos a agarrar el teléfono y dejarnos ser "hackeados" por las redes sociales. Decidir, por ejemplo, qué balance de trabajo-vida queremos. Cuánto tiempo vamos a invertir en Netflix. O en crecimiento profesional. Viendo Instagram Stories. En hacer ejercicio. En desahogar la mente. Cuántas horas de nuestros días vamos a gastar durmiendo la siesta. Descansando. Snoozing. Escuchando música. ¿Y realmente qué es lo correcto? ¿Cual es la distribución idónea? ¿Por qué a veces siento que tengo que agendar todo de nuestro día? Incluso el tiempo de desconexión. Me lo pregunto todo el tiempo. 

Al final, decidí hacer un pacto conmigo misma. Tratar de que al final de cada día, cuando ya estoy acostada en mi cama, apunto de despegar en un sueño profundo, me invada un sentimiento de satisfacción personal. Sentirme contenta con cómo invertí mi tiempo ese día. Porque solo en esos días siento que no siempre vamos a perder la carrera contra el tiempo.

Thursday, November 29, 2018

Efecto Fotografía Digital

Estoy haciendo el intento de hacer algo que no he hecho desde hace más de diez años. Escribir a mano. Lo hago por varias razones: la primera es que he pasado unos días muy entretenidos leyendo diarios y cuadernitos viejos que tenía por ahí engabetados. Lo hago también porque en este intento de escribir más y conocerme mejor,  leí por ahí que el alma se plasma en papel, que escribir a mano está mucho más conectado con el latir del corazón, que las ideas fluyen mejor y más genuinamente de la mente a la hoja, y que el darle forma a las letras con la mano, entrenar la muñeca a seguir el mismo ritmo de tus pensamientos, todo eso contribuye a más autenticidad. 

Leí que es importante sentir la conexión y la textura del bolígrafo y del papel. Argumenta la escritora que al teclear, cuando los dedos presionan las teclas, el resultado visual son letras de bloque negras: y por ende un aspecto diferente de uno puede salir a la luz.  Ella escribe a mano cuando está escribiendo algo personal o emocional, pero dice que cuando cuenta historias de ficción, lo hace directo en una máquina de escribir. Dice que nuestro mundo interior crea nuestro mundo exterior de la misma forma que el mundo exterior y sus herramientas afectan la forma en la que formamos nuestros pensamientos. 

No estoy segura si creo mucho en ésto pues son demasiado años en los que he preferido plasmar mis ideas directo en la computadora. A mí en lo personal, el sonido rítmico del  tac tac tac de las teclas mientras las presionas en la computadora es como una gasolina que me enciende por dentro y me empuja y motiva a seguir tecleando, me mantiene activa, no siento que tengo que darle forma a mis pensamientos, es algo mucho más rápido y espontáneo, por eso digo que me cuestiono todo el tema de que escribiendo a mano somos más genuinos o auténticos. 

Hablando de ésto con Martín, me dice que quizá es como el efecto de las fotografías digitales. Algo que hablamos mucho. Las fotos han perdido su valor sentimental porque se han vuelto mundanas y demasiado accesibles. Me enerva de mí misma la mala costumbre que tengo de disparar 30 fotos de  exactamente lo mismo. No lo entiendo. ¿Por qué? Por qué no mejor tomarse el tiempo para cuadrar bien los elementos necesarios para que esa primera foto sea suficientemente buena para nuestros estándares. Él dice que quizá cuando escribimos en la computadora, no tenemos filtros, no procesamos los pensamientos, plasmamos todo de forma muy rápida y la calidad de la escritura no es la misma. Mientras que si escribimos a mano, te piensas mejor las oraciones, haces un esfuerzo por construir en tu mente lo que quieres plasmar en papel. Yo estoy de acuerdo con él. Pero es casi lo opuesto a lo que argumenta la escritora. 

¿Qué piensan ustedes? Esto de escribir a mano me está costando porque no tengo el pulso ni la muñeca entrenada. Mi caligrafía carece de personalidad pues cambia cada cuatro lineas. Si me preocupo por escribir bonito, pienso que ya estoy perdiendo el propósito que me impulsó a escribir a mano para empezar. Cuando escribo en mi cuaderno, no escribo para los demás, escribo para mí. Pero me da gusto leer y entender mis letras. ¿Suena muy loco eso?  Supongo que como todo, es costumbre, y poco a poco le iré agarrando el ritmo a mis pensamientos, al mismo tiempo que también espero construir oraciones "mejor pensadas". 

Por cierto, esto lo he escrito directo en la computadora. 

Wednesday, November 28, 2018

(Crónicas viajeras) Madrid


Hace un mes cambiamos los trajes de baño por abrigos, el carro por un ticket de metro, la vista al mar por una plaza citadina y nos fuimos, nos fuimos lejos de aquí, ¡nos fuimos a Madrid! Hace diecisiete años que no iba, así que fue casi como volverla a vivir por primera vez. 

Tuvimos la suerte de poder quedarnos dos semanas. Tiempo suficiente para realmente sentir la ciudad y disfrutarla, casi como si viviéramos ahí en lugar de estar solo visitando. Supongo que el hecho de que los dos estábamos trabajando, remoto, contribuía a ese sentir de que no estábamos turisteando. Nos quedamos con mi amada tía Loli, que nos enseñó la ciudad, nos consintió y nos acompañó a comer divino y disfrutar un poco de la grandísima oferta cultural que hay en Madrid. 

Paseamos y disfrutamos enormemente del friito que hacía. Un clima frío y seco. No tan frío como se vive en e noreste de EEUU. Pero frío suficiente como para que los españoles sintiesen la necesidad de poner la calefacción a mil en todos los lugares donde entrábamos. Puedo decir que en todo el viaje no pasé frío, pero irónicamente, sí pasé calor, mucho calor. 

¡Qué ciudad tan llena de vida! Recuerdo que fuimos de bar en bar un lunes hasta las 5AM y habían muchísimas opciones para bailar y pasarla genial. Salsa. Rock. Reggaetón. Lo que quisiéramos, había. En general, pocas veces nos acostábamos antes de las 4 am: no sé si atribuírselo al vino, al jetlag o al hecho de que había mil lugares donde comer, salir, bailar y pasarla genial hasta tarde, sin importar qué día era. Un miércoles fuimos al teatro en La Gran Vía y vimos una obra divertídisima que se llama "La Madre que te parió".  Un par de días después, volvimos a La Gran Vía a ver al mago Pop "Nada es Imposible";  el martes siguiente vimos Bohemian Rhapsody en el cine porque no no podíamos aguantarnos hasta regresar a Miami para verla. Qué falta que nos hacía vivir y sentir un poco la cultura, que en Miami nunca estamos pendientes de aprovechar las oportunidades de teatro y arte que a veces nos brinda la ciudad. 

Paseamos por Salamanca, por el centro, por Malasaña. Por esas estrechas callecitas empinadas con locales curiosos en cada esquina. En uno de ellos entramos, y nos sentaron en un área donde las mesas eran bajas, casi pegadas al piso, que por cierto, estaba completamente cubierto de arena. El vaso de vino de la casa estaba a 1.50 Euros así que ahí nos quedamos un buen rato disfrutando de unas copas de vino y unas suculentas patatas bravas. Afuera, y en la esquina contraria, había un local que tenía monos decorativos en sus vitrinas. 

Quizá lo que más disfrutamos, y lo que más hicimos en todo el viaje, fue pasear por El Retiro. Me recordó mucho a Central Park y mis veranos paseando y escribiendo en el parque casi a diario. Estando en el parque, el encanto del otoño nos rodeaba y nos envolvía en un degradé de anaranjados y verdes hermosos. Sentir el crujir de las hojas al caminar. El friito que refresca, pero no espanta. Vestirnos con suéteres, bufandas y botas. Remar en el barquito por el lago frente al monumento de Alfonzo XII. Creo que hacía más de cinco años que no presenciaba un otoño. Y probablemente hace más de diez que no veía uno tan hermoso.

Otra de las cosas que más me gustó de Madrid fue sentir en ella al viejo continente, y todo lo que eso supone: su historia, su arquitectura originaria del siglo IX, sus obras de arte, su palacio real, templos, etc y a la vez sentir en ella una ciudad llena de vida: de juventud, de tecnología. Una ciudad joven en espíritu (aunque sí, sí es verdad que en el día a día se ven y se sienten más los viejitos en la calle, que gente joven, pero también creo que es porque los jóvenes están trabajando y los viejitos están jubilados de paseo).  Y en general, por fin entendimos aquello que tanto hemos escuchado, de que los españoles sí que disfrutan la vida, sí que tienen calidad de vida, aunque ganen poco. Porque sí es verdad que allá, con poco se vive más.

Crecer en los 90



Yo crecí en los 90. Cuando era cool tener un walkman. Cuando el mejor regalo que te podían dar era un mixed tape (o 'quemadito') hecho especialmente para ti.

Crecí en aquellos tiempos de antaño en el que los trabajos del cole se guardaban en diskette. Tiempos en los que Greenday, Alanis Morrisette y los Backstreet Boys se peleaban por un espacio en la radio.

Cuando de lo mejor que había en TV era Full House, Baywatch o Beverly Hills 90210. Tiempos en el que visitábamos la biblioteca del colegio para poder consultar enciclopedias serias y así hacer los trabajos. Jugábamos a yaquis, rayuela y perinola en los recreos. Cantábamos a todo pulmón tu terrón de sal un rayo de sol que a donde digas que tu quieras que yo vaya voy. Usábamos chokers negros de plástico y tacones transparentes con escarcha.

Crecí cuando la tienda Limited Too estaba en furor. Cuando El Tolón no era un centro comercial sino un parque de diversiones.

Crecí en aquellos tiempos en los que una visita a Recordland y a “Confetti” era el mejor consentimiento que te podían dar. Cuando las fiesticas de cumpleaños todavía eran animadas por 'rocolas' alquiladas o eran piyamadas en las que comíamos Dominos Pizza, veíamos películas de terror absoluto y dormíamos todas en nuestros sleeping bags como sardinas en lata.

Las conquistas se hacían por teléfono. Nos guindábamos HORAS acaparando la línea Cantv de la casa. Los centros comerciales eran el punto de encuentro. Ir al cine era lo más común.

Luego con la llegada del nuevo milenio avanzó la adolescencia y también la tecnología. Buscar información e investigar usando la enciclopedia hispánica fue sustituido por encontrar trabajos ya hechos en Monografías.com o El Rincón del Vago (que horror).

El tiempo de ocio era invertido o jugando víbora en los Nokia, en ICQ/MSN messenger, o en Napster/Limewire bajando música. Ya las conquistas no eran por teléfono, si no por mensajito de texto o chat y en las fiestas las rocolas fueron sustituidas por minitecas, luego “discplays” (nunca supe cuál era la diferencia entre estos dos).

Las reuniones eran el punto de encuentro de todos los fines de semana.  El walkman evolucionó al discman, luego al ipod. Cada vez el avance era más acelerado y el cambio más absoluto. Hay muchas cosas que extraño de crecer en los 90. Sobre todo que como la tecnología no era tan invasiva en nuestro día a día, los días no volaban y estábamos mucho más presentes en el día.

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