Me puse el vestido de flores. Ya los Converse y los jeans rotos desteñidos habían emigrado –momentáneamente– a tierras lejanas, informales y de mucho caminar. Me puse el vestido de flores, y me sentía como una niña disfrazada de Audrey Hepburn, una sensación de belleza clásica sin duda muy peculiar.
Me puse el vestido de flores y desde el espejo, una joven coqueta, femenina y sofisticada me sonreía sin clemencia. Quería agradarme. Quería que me quedara con ella. En mi mente se dibujaba el leit motiv de aquel atuendo, sorpresa de agrado en sus rostros, y una sensación de aceptación genuina de parte de la más pequeña.
Me puse el vestido de flores, y aunque nada de esto hubiese pasado, si por ejemplo, después de esa cena en la playa, tus labios no hubiesen dado forma a esas palabras, en el fondo, yo quería tener un motivo para ponerme el vestido de flores. Porque lindo, como sabrás, tus palabras, o mejor dicho tu intención, me hizo sentir halagada. Después de escuchar tanto de ellos y saber lo especial que son en tu vida, sentía una mezcla de emoción con temor y añoranza por conocerlos.
Ese día llegué a mi casa y busqué en el closet el vestido de flores. Me lo había comprado hace un par de años –cuando lucía tres punto cinco kilos menos–en aquella boutique del Tamanaco, porque sabía que en algún momento de mi vida alguna fecha especial vendría, brindándome una oportunidad para lucirlo y demostrarle al mundo que yo también podía ser femenina, si quisiera, porque la madera estaba ahí, tejida entre mi piel. Escondida y camuflajeada por los converse y los jeans rotos que habían ganado la conquista de mi atuendo diario, porque sin duda iban más con mi personalidad bohemia, mi afán por sentirme cómoda y mi mala costumbre de sentarme en el piso a esperar, porque parada me canso muy rápido.
Así que me puse el vestido de flores, después de dos meses de dieta y una rutina diaria de bíceps, tríceps, cardio, entre otros ejercicios cuyas etiquetas aún desconozco, porque quererte a ti era también querer estar bella para ti, saludable para ti, flaquita para ti, y en forma para lucir con glamour aquel vestido de flores. Durante esos meses tu nunca sospechaste cuál era mi motivación, lindo, y aunque me decías que me amabas así, gordita como estaba, nada me hacía más feliz que trabajar para quitarme esos tres punto cinco kilos de más, para que vieras que yo también podía ser una flaquita linda, y más cuando me vieras con el vestido de flores.
Finalmente llegó el día, la ocasión para ponerme el vestido de flores. Tras deslizarse el cierre rápidamente por el eje cardinal sur – norte de mi espalda, una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro: ahí estaba la primera prueba de que tanta dieta y gimnasio habían valido la pena. No quise enmascararme el rostro de maquillaje, ni alisarme el cabello, ahí lo atípico era el vestido de flores, lo demás era yo, la Sofía de siempre, de quien te enamoraste: con cabello ligeramente ondulado, labios pomposos y rosados, pestañas cortas, nariz afilada, uñas intactas y la misma personalidad de siempre, llevada por las mismas pasiones. Tú, el arte y la literatura.
Luego vino la segunda prueba. Tu cara al verme con el vestido de flores. Tus ojos redondos y brillantes, tu sonrisa de asombro, tus labios despegados infinitamente ante tal sorpresa, tus manos congeladas con temor a tocarme y dañar aquél vestido de flores que sin duda dejaría una gran impresión, según lo que me contabas en el carro, emocionado y yo nerviosa porque ya en pocos minutos sabríamos si tal vestido haría me quisiesen, así sea un poquito, para estar a tu lado, en los buenos y malos momentos.
Me puse el vestido de flores y creo que no me arrepiento. Salí triunfante de la tercera prueba y en efecto, me amaron, sí, en el momento. Luego les vino la sorpresa, cuando un día, pocos meses después, inesperadamente me vieron, de jeans rotos y converse y no entendieron, quién era yo y qué había pasado con la delicada niña del vestido de flores…