En Nueva Inglaterra pasé varios veranos cuando era pequeña. La pasaba con mi papá, su esposa, mi hermano y mi hermanastro en un pequeño pueblo en las afueras de Boston. Estando allí jamás te podrías imaginar que había una ciudad con rascacielos y muchos estudiantes a media hora de allí. La verdad, muy escasas veces íbamos a la ciudad. Creo que realmente el plan del verano era escapar del caos de Caracas.
Cuando pienso en esos tiempos en los que tendría cinco, quizá seis años, recuerdo con cierta melancolía la luz de aquel lugar. La tenue luz que se colaba entre la infinidad de pinos en cualquier momento del año. Una luz que por micro-segundos podía encandilar, tan rápido que no hacía falta esquivarla. Destellos de luz que de a momentos te recordaban del mundo exterior.
Recuerdo, también, las horas que pasábamos escogiendo moras en la vía principal: el agrio sabor de la fruta y la discrepante mancha fucsia que dejaba en mis manos resbalosas en contraste con su color negro en el exterior. Recuerdo el pegoste que recubría mi piel mientras nos paseábamos por el costado de la avenida a 30 grados Centígrados.

No era otoño, no podía serlo pues siempre pasaba los veranos allí. Sin embargo recuerdo perfectamente el crujir de las hojas al pasar. El suelo del bosque estaba completamente cubierto de ellas. Nunca entendí realmente de dónde venían porque el bosque estaba invadido de pinos. Altos, muy altos y muy cercanos unos de otros. Tan altos que a mi corta edad de cinco años nunca podía apreciar el tope. Las hojas, anaranjadas, oxidadas y secas, siempre estaban allí, muy presentes debajo de mis pies.
