I.
Recuerdo bien ese día. El calor era extenuante. El aire estaba cargado de humedad y despedía una sensación de pesadez atmosférica capaz de hincharnos hasta los codos. Yo caminaba muy despacio, agotada y mareada de dichas condiciones climáticas, pensando en sólo llegar a mi destino y echarme así sea en el suelo a descansar. Todo a mi alrededor estaba envuelto por un aura amarillo, probablemente efectos del sol que nos agarró desprevenidos una mañana de diciembre. Escuchaba un eco, “aguanta Carolina, no te duermas, aguanta que tu puedes” y me parecía un poco ilógica tu frase. Sí, yo era la misma de la mirada perdida, piel pálida y cabellos rizados por el calor; pero tampoco estaba al borde de la muerte y me pareció haberme reído de ti, entre lágrimas de sudor y desesperación genuina.
Recuerdo bien ese día. El calor era extenuante. El aire estaba cargado de humedad y despedía una sensación de pesadez atmosférica capaz de hincharnos hasta los codos. Yo caminaba muy despacio, agotada y mareada de dichas condiciones climáticas, pensando en sólo llegar a mi destino y echarme así sea en el suelo a descansar. Todo a mi alrededor estaba envuelto por un aura amarillo, probablemente efectos del sol que nos agarró desprevenidos una mañana de diciembre. Escuchaba un eco, “aguanta Carolina, no te duermas, aguanta que tu puedes” y me parecía un poco ilógica tu frase. Sí, yo era la misma de la mirada perdida, piel pálida y cabellos rizados por el calor; pero tampoco estaba al borde de la muerte y me pareció haberme reído de ti, entre lágrimas de sudor y desesperación genuina.
Tú, que caminabas a mi lado despacio para no dejarme atrás, en un momento te arrodillaste, colocaste tus brazos alrededor de mis pantorrillas y antes de darme cuenta me tenías cargada, en el aire, haciéndome sentir tan liviana como el humo, que se ve y no se toca. Aquello fue lo más parecido a un acto de magia que había vivido. Tus brazos color canela me envolvieron y me llenaron de cariño. Olvidé, de inmediato, el calor y el mal rato que había pasado unos segundos atrás. Comprendí, con la cabeza atada a tu pecho, escuchando una mezcla entre el palpitar de tu corazón y tu aliento, que ese era mi lugar más sagrado, dónde nada más me podría importar.
Te miré por unos segundos fijamente a los ojos, no sé si por antojo o por costumbre, y tuve la sensación más extraña; ya tú no eras la persona con quien salía sólo para evitar quedarme sola en casa. Te habías convertido, entre momentos incómodos, besos forzados y polvos mágicos, la persona con quien, por una fracción de segundo, quise compartir el resto de mi vida. Mis pupilas estaban clavadas en las tuyas pero tú mirabas el asfalto mientras caminabas y cargabas con mi peso. Tal vez, si nuestras miradas se hubiesen cruzado en ese preciso instante, entenderías lo que sentí. Tal vez, se hubiesen disminuido las discusiones que siempre giraban alrededor de la misma frase "es que tú no me quieres". Pero esta vez mi mirada no rozó la tuya y maldije infinitamente los sentimientos - nuestros sentimientos- en des sincronía. Y es que, tú y y yo, siempre fuimos como arena y espuma, unidos solamente por pequeños instantes; tú, siempre estabas ahí; mientras yo, iba y venía, pero nunca logré detenerme y mucho menos revelarme por completo..
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