A ti, que me llenaste la vida de historias y anécdotas sin precedentes,
que me enseñaste el valor de la compañía
y me diste un ejemplo a seguir
durante toda una vida.
De chiquita recuerdo con exactitud tu mirada infinita, tus abrazos cálidos y tu sonrisa constante. Siempre cargabas caramelos en los bolsillos para darnos cada vez que te veíamos. Tu pensabas que nosotros, tus nietos, veníamos a ti sólo por ellos, pero conmigo nunca los necesitaste. Desde que nací me tenías en tu bolsillo, siempre fue así. Te conocí de ojos azules. Me decías que realmente eran negros, que el nuevo color era producto de la vejez y que de joven nunca fuiste tan guapo como entonces.
Vivimos un par de años juntos. Yo era muy pequeña pero recuerdo como si fuera ayer cuál era tu rutina. A tus setetenta y tantos te despertabas a las 6 de la mañana, te vestías impecable con pantalones de pinza, camisa, corbata, paltó y aquella colonia Jean Marie Farina, que siempre te ha quedado tan bien. Al rato desayunabas en la cocina, salías manejando a la oficina en Plaza Venezuela y cinco horas después te veíamos en el almuerzo. Luego dormías una siesta corta, te volvías a ir y regresabas a las seis de la tarde. Siempre fuiste el ser más impecable y disciplinado del planeta. Nadie puede decir lo contrario.
¿Cómo olvidar aquella vez que nos visitaste en Washington DC? Llegaste y alumbraste nuestro hogar con tus abrazos y cuentos de la vida; tú siempre tan perfecto, tan sonriente, tan complaciente con todos los que te rodeaban. Un día te sentaste conmigo y me acompañaste a almorzar cuando llegué de la escuela. Ya habías comido horas atrás, y mi mamá y abuela estaban de compras. Me dijiste "no hay nada más triste que comer sólo hijita" y me acompañaste todos los días durante la estadía, pero luego te me fuiste y la comida ya no sabía igual sin tus cuentos y sabiduría.
Siempre tenías una historia que contar de cualquier tema, y buscabas la manera de hacerme sentir mejor sobre mis problemas... Dígame aquella vez que me sentía sóla y deprimida, aprovechaste la oportunidad para recordarme cómo de pequeño tuviste que vivir en un internado a las afueras de la ciudad porque no había espacio en casa para ti. Tenías sólo 6 años, la soledad y el miedo te carcomían por las noches; tanto así que las maderas que sostenían el colchón de tu litera se pudrieron de la urina que despedías. En fracciones de segundos lograbas hacerme sentir afortunada de ser quién era y tener la vida que tenía. Cada vez que nos quejábamos de algo, porque queríamos lo que no teníamos, nos relatabas cómo en cuarto año de bachillerato te tuviste que retirar del colegio, y ponerte a trabajar en una ferretería, para ayudar con las finanzas del hogar. Y como éstas, numerosas anécdotas que ojalá hubiese guardado en una libreta. Tendría material para escribir lo que me queda de vida...
Siempre fuiste muy trabajador y estudiaste fuerte para lograr lo que pocos alcanzaban en los años 30's. Te graduaste de ingeniero, fuiste de los primeros del país. Tu experticie construyó los puentes más sólidos de esta nación. Puentes que atravieso con mi imaginación, siempre pensando en tí.
Me enseñaste tantas cosas, abuelo, tantas cosas que yo jamás olvidaré. Tus palabras dejaron su huella en mí como un tatuaje sobre la piel. Nacionalista hasta la muerte, nunca entendiste por qué tuve que probar una vida afuera. Menos mal regresaste, hijita, me decías. Siempre recordándome lo imporante que es el país. "Somos Venezuela, si abandonamos la patria que tanto nos brindó cuando ella necesita de nosotros, nunca va volver a ser lo que era antes de este señor". El poco vínculo que puedo tener con este país lo tengo gracias a ti. A tus palabras de aliento. A tus recuerdos de una Venezuela Saudita, un país que prosperó en algún momento y que ayudaste a construir con el sudor de tu frente. Tus cuentos fabricaron memorias en mi cabeza, memorias tuyas, de épocas de antaño, memorias que aún conservo.
Cada vez que veía una clase de Historia de Venezuela corría a visitarte. Quería escuchar tus cuentos sobre López Contreras, Medina Angarita y Pérez Jiménez, entre muchas otras historias que me narrabas con exactitud. Yo te leía mis apuntes y tú me decías "eso es así, eso no fue así, ¿qué profesora es esa tan buena?" Tantas veces, abuelo, te quise llevar a mi clase. Incluso hablé con la profesora. "Ya yo sé todo eso hijita, imagínate, lo viví en carne propia", me decías.
Imposible era, por ejemplo, ir a tu despacho a visitarte (ya cuando estabas jubilado) y no encontrarte leyendo la prensa, haciendo el crucigrama del día - que luego se convirtió en el su do ku- y aquella torre de libros en tu escritorio. Libros que leías a diario. Siempre fuiste la mejor referencia. Hasta hace un par de meses te podía encontrar allí. Hasta hace un par de meses todavía caminabas, leías la prensa, hacías sudokus, te vestías impecable y recordabas detalles tan íntimos y tan lejanos, como el día de tu boda en 1948. Luego, a los noventa y dos y medio, los días te empezaron a pesar y comenzaste a cargar cada semana a cuesta como si fueran décadas.
Abuelo, hoy quise ir a verte, sentarme contigo y acompañarte. Quise decirte lo mucho que te amo y la gran falta que me haces. Quise darte una sonrisa y asegurarte que todo iba a estar bien, que te veía mejor. Hice el mejor intento, pero me acercaba y al verte ahí, acostado en tu cama, en pijama y arropado -a las 5 de la tarde- con tus ojos cerrados y morados sobre tus manos, no pude. Los ojos se me hicieron agua. No aguanté y salí corriendo. No quería que me vieras así. Te mereces más que eso.
Escribo estas palabras con un nudo en la garganta.
Quiero recordarte como estabas hace dos meses.
Quiero que no estés tan lúcido. Que no puedas verte y entender todo aquello que te está pasando. Quiero que tengas un cuerpo que vaya a la par con tu mente. Que no sufras más. Que te sientas acompañado. Que sepas que tienes una nieta que te ama, que nunca se va olvidar de cada instante que vivió contigo. Pero sobre todo, abuelo, quiero que sepas que no existe en este mundo alguien como tú.
Ana Cristina Sosa Morasso