Friday, October 26, 2007

El Faro


El faro de Ensenada Onda era un lugar dónde los jóvenes solían reunirse. Tenía todas las cualidades de un lugar en el que puedes compartir con tu gente, y tenías la opción de estar adentro del faro (nadie te veía), o afuera (eres ahora visible ante los ojos de todo el poblado). Los atardeceres y amaneceres prestaban sus puestas y caidas de sol para aquellas parejas que intentaban pasar un momento único en el que la vista, la briza y la armonía de aquél lugar eran los principales componentes para relajarlos y hacer de la velada una ocasión muy especial. Las horas de por medio, especialmente las del medio día, eran única y exclusivamente para los niños de aquél lugar. Solían reunirse en grupos grandes, de 7 o 12, y jugaban a verdad y penitencia, siempre involucrando a las lindas chicas que vivían cerca de aquél faro. Siempre salía un niñito corriendo con el pipí asomado, u otro que grita hasta más no poder que lo han robado, sólo para que la gente ni se inmutase ya que se saben esta rutina de memoria. Las noches son para los adolescentes, aquí se reunen a tomar e ingerir todas aquellas substancias que no son legales. Por supuesto que ésto no lo hacen a la luz pública, o sea afuera.. No, más bien lo hacen adentro del faro, en el tercer piso, donde hay un pequeño y diminuto cuarto en el que el tráfico de drogas es el principal protagonista. Los policías no saben esto pues, siempre pensaron que el faro era un lugar sagrado y muy respetado entre la población.

Lo que nadie sabe es que hay una historia detrás de ese lugar que parece casi místico. Dicha historia involucra sangre, mucha sangre y poco honor. Ocurrió hace 70 años, cuando el faro recién había sido construido por la clase obrera de aquel pueblo que constaba de unos 70 hombres trabajadores que sudaban la gota gorda con la única ilusión de poder ver los atardeceres desde aquel lugar que dónde pasaron tantas horas trabajando como unas bestias. El faro tenía apenas dos meses de haberse construido y un buen día un señor que estaba visitando el pueblo de Ensenada Onda, después de haberlo recorrido de punta a punta, se sentó en un café.

Ahí pudo contemplar desde su mesa, a una jóven mujer blanca, muy blanca, con la cara invadida de pecas y unos ojos color turquesa que él jamás en su vida había visto. Se quedó impactado ante la belleza de la señorita, que bien podía tener unos 16 años recien cumplidos. Él, un señor ya mayor y muy maduro, de 35 años, no veía el momento en el que la señorita se parara para seguirle los pasos y, ¡quién sabe? tal vez hasta entablar una conversación. Al cabo de 5 minutos, ella se paró y el la siguió. Ella no notaba su pasos livianos detrás, ni mucho menos el aliento enfermizo que cargaba en la boca, ni su mirada imnotizada que le seguía el rastro. Al acercarse al faro, él aceleró sus pasos y la agarró por detrás, en la cintura. La jaló hacia la puerta del faro y la obligó a subir 400 escalones. Ella gritaba, exasperada, pero la puerta de hierro que habían trancado tras de ellos no permitía que estos gritos salieran de aquel lugar.

La oscuridad inundaba la parte de adentro del faro y la humedad se apoderó del lugar. El señor la empezó a besar por todo el cuerpo, casi mordiéndola y ahogándola con sus manos sobre su boca, poco a poco fue masticando su piel. Ahora todo era rojo, la sangre invadió los metros cuadrados sobre los cuales estaban acostados. La niña lloró, gritó, hasta que finalmente murió. Él no lo podía creer. Su aflicción por quererla había acabado en asesinato. ¡Mató a alguién! Y no pudo más. Subió los 76 escalones que quedaban para llegar al tope del faro, salió por la puerta, y se lanzó 480 metros hacia el abismo.

Esta tragedia, como es de esperarse, marcó al poblado de Ensenada Onda. Los trabajandores, indignados de dicho acontecimiento quedaron atónitos y se sentían más insultados que nunca. Años pasaron y poco a poco los días y las horas fueron cubriendo ese espantoso episodio que había ocurrido. Los abuelos ya dejaron de contar esa historia y con el pasar de las generaciones fue enterrada en el olvido.

Ana Cristina Sosa M.

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