Aunque lo parezca, no siempre he sido un cuatro ojos. Por años deambulaba por la vida, guapo y soso, como un papa sin sal pero hermosa en su redondez, diferente a todas las demás e ignorante de tanta belleza. Vivía la vida sencilla, todo me parecía bien, a falta de distinción y de conocer un mundo mejor me conformaba con lo que veía, a través de la nada, pelando los ojos ante lo que me rodeaba (si es que algo me rodeaba). A los trece años, ya había pasado por trece novias, las más memorables: Verónica, Eugenia, Daniela y Andrea.
Siempre fui muy estudioso, esto se lo debo a mi apellido "Acosta," motivo por el cual siempre me sentaron en el primer puesto de la fila izquierda del salón. Esto dificultaba mi proceso de aceptación en el grupito de los ratúbelas, casi todos adueñados de apellidos que empezaban por R, S, T, V e inclusive, Z. Ellos se metían con el resto del salón, sobre todo aquellos desafortunados que habitaban en la primera mitad del aula de clase. Dichosos ellos, siempre ganaban la atención de las chicas más bonitas del colegio, incluso muchas mayores que nosotros. Aunque les confieso que yo, con mi personalidad e inteligencia, por no decir mi "nerdidumbre" nunca tuve problemas en materia del amor. Verónica, Eugenia, Daniela y Andrea también estaban bien chévere.
Después de que la Primaria pasó, velozmente, como un abrir y cerrar de ojos para acabar con una horrible pesadilla, vino el peor día de mi vida: jueves 18 de Septiembre de 1994. Trece años. Entrando en la adolescencia, y ahora por fin en Bachillerato, finalmente con libertad de puestos, corrí por ese aula en el primer día de clases para apoderarme del último puesto de la derecha. Ahí se sentaban los más cool, o por lo menos eso recordaba. Me instalé sobre el asiento, lo único que me faltaba era mear sobre él para marcar mi territorio.
Al rato llegó el profesor de matemática y en lo que empezó a desplazarse por la pizarra, escribiendo aquellos garabatos que hasta el sol de hoy ignoro en su totalidad, realicé que algo andaba mal. Volteé a mi derecha, ahí estaba Corina, igualita que siempre, fajada escribiendo en su cuaderno aquellos garabatos que permanecían misteriosos. A mi izquierda la pared se reía de mí. Un murmullo en la vista que me fastidiaba, era así como ver por un vidrio empañado y no poder distinguir círculos de triángulos. Me mareé ante la incertidumbre y al rato no podía faltar el dolor de cabeza. Me sentía perdido, nublado. La verdad es que no me lo esperaba. Todavía desorientado ante lo que ocurría a mi alrededor, levanté la mano y pedí permiso para ir a la enfermería, aún sabiendo que eso podía poner en peligro mi prestigioso puesto dentro del salón. El profesor me vio con ojos juzgones, como quien estaba seguro yo era el peor de los hipocondríacos y me señaló la puerta con sus dedos, algo así como queriendo decir "dale pues mijo, vete ya, pero vete rápido". Yo me fui, rapidito, y bajé aquellos escalones que sentí como interminables hasta llegar al pequeño cuartillo titulado "enfermería", donde apenas había una cama súper estrecha y una cesta con ibuprofeno, acetaminofen y más na'.
Monté un melodrama. Exageré la falla de mis signos vitales. Le prometí a la recepcionista (que en estos casos, se disfrazaba de enfermera) que me sentía mal, demasiado mal como para seguir inserto entre esas cuatro paredes. Le rogué, supliqué, que me dejara llamar a mis mamá, para que me llevara de emergencia al hospital. Hospital, esa fue la palabra clave. En cuanto la recepcionista escuchó esa palabra de tres sílabas y ocho letras, inmediatamente, me llevó a la recepción (ahora sí, en su rol original) y me pasó el teléfono para que llamara a mi madre. Luego, procedió a escribirme una nota, excusándome de las actividades académicas, para presentársela al profesor antipaticón de la mirada juzgona.
Peor que la mirada del profesor fue la que me dio mi madre mientras me acercaba al carro cuando me vino a buscar. Estaba un poco histérica porque la había sacado de su clase de Yoga e incrédula que me sentía tan mal como le dije por teléfono -de otra manera nunca jamás hubiese dejado su clase de Yoga por irme a buscar-. Le pedí que me llevara a un oftalmólogo de inmediato. Mira mijito, ¿más o menos qué te picó? A mi no me des órdenes, ¿ok? Ubícate. Aquí la que manda soy yo. ¿Y qué fue lo que te pasó? ¿Más o menos por qué quieres que te lleve a oftalmólogo de la nada?" Le expliqué, con tono melodramático (si no, no me cree) que no veía nada más allá de lo que tenía a poca distancia y una cara de pánico fue suficiente como para convencerla, en efecto, me llevó al oculista.
Sentado en la consulta con el doctor Jakubowicz, el miedo a que me confirmaran mi temor más grande me puso a temblar, y les confieso, nunca en mi vida me había sentido tan gay. Estaba dudando, a ciencia cierta, de mi sexualidad. Otro golpe para mi autoestima.
Un sin fin de lentecillos ladillas, colocados sobre mi ojo izquierdo, luego sobre el derecho, para tratar de leer una infinidad de letritas y números que se encontraban reposados sobre la pared, a una distancia abismal, me disiparon de nuevo el dolor de cabeza. Uno de esos lentecillos, sin embargo, representó un momento mágico y a la vez, traumático. Me hizo entender que toda mi vida había visto a través de un vidrio empañado, nublando cualquier cantidad de detalles sobre todo lo que me rodeaba. Mi mamá tenía pecas. Vaya usted ha saber. No tenía ni puta idea antes del lentecillo número ochocientos cinco.
Cuarenta minutos después, una sentencia de -3.75 grados de miopía fue suficiente para mandarme a hacer los lentes más baratos que vendían en el recinto, aquellos con la montura de pasta negra que chocaba con mis pómulos, marcando la división de mi rostro en dos partes de igual tamaño, pero nunca de igual estética.
Ante el diagnóstico, mi madre se quedó muda. Y yo sólo tenía una de esas miradas chocantes que en verdad nunca han servido de nada, pero igual no me pude aguantar verla con ojos de te lo dije. Los lentes estaban listos a los dos días. En el ínterin me negué a asistir al colegio, ¿para qué? Igual no podía ver nada, y si los profesores se daban cuenta de mi incapacidad para leer lo que estaba escrito sobre la pizarra, me iban a obligar sentarme adelante otra vez.
¿Cómo explicarles mi mundo, una vez que busqué esos lentes? De repente, me di cuenta que los árboles tenían hojas con trazos en el medio; las calles tenían rayados peatonales, huecos, alcantarillas y gatos negros que atravesaban sin pedir permiso. Las aceras eran más oscuras, en ellas había una enorme cantidad de basura de la cual nunca antes me había percatado. De repente las nubes hacían formas de osos y casas, mesas y flores y la pintura que cubría mi casa no era amarilla, era un ocre oscuro, casi tirando a naranja tostada.
Pero lo peor, peor de todo, fue el primer día que regresé al colegio con mis lentes puestos. Darme cuenta, por ejemplo, que todos los nerdos estábamos atrás, y todos los populares estaban adelante, no fue para nada agradable. Una vez más habría una línea divisora en el salón que me impediría pertenecer al grupín de los ratúbelas. Darme cuenta, por ejemplo, de la asquerosidad de baños donde toda mi vida hice cómodamente mis necesidades, tampoco fue muy agradable. Sobre todo la cachetada que sentí al ver mi reflejo en el espejo y cómo éste se burlaba de mí. Las chicas todas me preguntaban: ¿y entonces? ¿qué pasó? ¿cuánto tienes? Entre risas y burlas tipo "cuatro ojos."
Pero nada, nada que les cuente fue peor que la sensación que tuve al realizar, con mi nueva visión archiarrecha que Verónica, Eugenia, Daniela y Andrea eran más feas que pegarle a mi madre.
Fue entonces, sólo entonces, cuando mi autoestima -rápidamente- se fue por la alcantarilla, sin decir adiós y sin promesas de regresar en una eterna y mísera década.